MIGRANTE POR NATURALEZA
La luna a salvo
Este año se celebraron 50 años de la llegada del hombre a la luna y, fuera de la polémica sobre si este acontecimiento haya sido real o un montaje para tener más puntos en la guerra fría, hemos de decir que el hombre nunca volvió a pisar el satélite y que, por más que la bandera de los EE. UU. esté clavada ahí, la luna no se volvió otro más de los estados de la Unión Americana. A pesar de las fantasías de ciencia ficción que plantean la colonización de otros puntos en el universo, ni la luna ni cualquier otro cuerpo fuera de la Tierra, han presentado ni la más remota posibilidad de ser habitables.
Afortunadamente la luna no es de fácil acceso y modificar su atmósfera, entre otros cambios que los científicos deberían efectuar, no es redituable; así el equilibrio de los astros no se verá turbado por los intereses empresariales y nuestro satélite seguirá girando en su órbita sin que nadie tome títulos de propiedad, la limite por fronteras o ponga trámites para visitarla. Buenas noticias, la luna sigue siendo de todos y de nadie.
Migración y sedentarismo
Este “ser de todos y de nadie” era el estado original de la tierra antes de que los hombres comenzaran a tomar posesión de ella. Como las aves y otras especies, en un principio los hombres migraban, buscando los climas y los parajes que fuesen amables y produjeran comida y abrigo; la existencia de agua, recursos para la caza y la recolección de frutos y raíces, así como el buen clima necesario eran determinantes.
Las agrupaciones humanas, como los otros organismos que habitaban la tierra, se integraban originalmente a los ciclos naturales, pero en su proceso de evolución el hombre desarrolló más su inteligencia; inicialmente, al igual que otras especies, el hombre se servía de las herramientas básicas que encontraba en la naturaleza para resolver sus objetivos, de la misma manera que las nutrias marinas se sirven de rocas para abrir las almejas, los pájaros usan ramas para construir sus nidos y los castores crean estanques haciendo diques de troncos. Sin embargo, a partir del Paleolítico el hombre empezó a transformar la piedra, creando herramientas elaboradas, descubrió la manipulación del fuego, aprendió a curtir pieles, con el pastoreo inició la sumisión de otras especies y con la agricultura organizó a su conveniencia los ciclos naturales de las plantas.
Eventualmente, algunos millones de años más tarde, el hombre que un día empezó a gestionar la naturaleza inventó apropiarse de la porción de tierra que habitaba. Si bien otras especies son por naturaleza territoriales, su instinto no es de propiedad sino de defensa; probablemente el hombre es el primero que identifica o adopta un territorio no sólo como su hábitat, sino como su terruño. En consecuencia, tenemos que las fronteras definidas, las instituciones civiles, los reglamentos sociales, políticos y religiosos se crearon para dar una estructura a aquel hombre que se estableció en un solo lugar y se volvió parte de una comunidad fija y organizada.
Depredadores e invasores.
Antes he mencionado que el hombre nómada se ocupaba de la caza, pero también es cierto que muchas veces comía carroña, o muy probablemente robaba su alimento a otros. El hombre es por naturaleza, como muchas otras especies, depredador e invasor o, por decirlo en términos más amables, un oportunista, y está en su natural instinto de supervivencia el aprovecharse del más débil. Poéticamente se dice de esto que el hombre “conquista”, cuando lo que hace es posesionarse, muchas veces arrebatando el objeto de su necesidad a otros semejantes, es decir: despoja.
El atacar a los otros para conseguir lo que se desea de ellos sigue una larga trayectoria, desde la prehistoria a las actuales guerras contra “el terrorismo” que está directamente ligado a la posesión del petróleo, pasando por las diversas colonizaciones que contribuyeron al progreso de un grupo de naciones, entre ellas las actuales potencias mundiales. Como veremos más adelante, son estas mismas naciones, antaño colonialistas, las que ahora ven como un problema a los nativos de los países que ellos mismos explotaron para su enriquecimiento.
Al aparecer los invasores, el concepto de otredad se relaciona estrechamente con el de peligro ya que los invasores son un grupo de personas ajenas a tu comunidad que pretenden quitarte lo que es tuyo: tus propiedades, tu lugar, tu libertad. Ya se trate de los bárbaros en Roma, lo normandos en Francia, los árabes en España o el pueblo azteca que se establece con permiso de sus señores en el lago de Texcoco, hay algo de terrible en estos nómadas extranjeros que se insinúan en el horizonte. Aparece entonces (desde los señores feudales hasta Mr. Trump y su muro) el señor poderoso que se compromete a proteger a la comunidad a cambio de su lealtad, su sumisión y un cierto tributo. Surge aquí otro concepto peligroso para la humanidad: el poder. Es el poder el que, si bien nace de esta guerra por la supervivencia y la preservación de una comunidad, después se vuelve el móvil de codicia y un perfecto medio para algunos de seguir ejerciendo el oportunismo y la depredación.
Así se crearon las fronteras y las banderas (que son un símbolo de identidad en el juego de la guerra); ambas, al garete de las ambiciones o intereses particulares, se han modificado históricamente a capricho de unos y otros, separando comunidades culturales o, como en el caso del muro de Berlín, inclusive familias. Claro que la agrupación de comunidades va creando vínculos provechosos, al menos en teoría; por ejemplo, la unificación de Italia, más que unir a los italianos, fue el proceso que les dio fuerza para expulsar de su territorio a los ocupantes constantes de otras naciones, o los ingleses que siguen dándole vueltas a si les conviene ser o no ser parte de la CEE.
Curiosamente, son los países que sometieron antaño a las comunidades de otros territorios, los que, en una conveniente amnesia histórica, ahora se sienten invadidos por los descendientes de sus antiguos colonos. El continente más pobre y turbulento, África, no deja de ser el que los europeos explotaron por siglos, tanto en sus riquezas naturales, como en la trata de personas (no olvidemos que Francia, el país de la libertad, la igualdad y la fraternidad tenía el emporio de la construcción de barcos negreros en Nantes y Burdeos). Parece ser que la población africana si no produce mano de obra gratuita deja de ser interesante para las grandes potencias. Otro ejemplo: España se queja del flujo de inmigrantes latinoamericanos que vienen de países que fueron invadidos y explotados por sus migrantes oportunistas por siglos. O bien, y no menos oportunistas, tanto el Reino Unido cuando impuso el comercio del opio en China, como los EE.UU. en los conflictos en Medio Oriente y los países latinoamericanos.
El hecho de que los países de los que salen las oleadas de inmigrantes tengan problemas como la pobreza, la inestabilidad política, la injusticia social, racismo, etc. se lee a veces como si, al lograr su independencia de las potencias europeas, las nuevas naciones no hubieran podido ser capaces, y suficientemente adultas, para gestionarse por sí mismas. Cabría preguntarse qué tan “civilizadora“ fue la función que desempeñaron los ocupantes durante su gestión y si, fuera de sacar provecho de los recursos humanos y materiales de las naciones sometidas, dejaron bases sólidas de administración pública, impartición de justicia, equidad, etc.
Políticamente ya sea en América, Asia o África, a las potencias invasoras siempre les convino asumir un papel paternalista bajo una supuesta superioridad europea de civilización; por lo mismo impusieron o dieron prioridad a su legislación, administración e impartición de justicia anulando los sistemas existentes de antiguo arraigo en esos lugares. A pesar de la labor educativa y social de los pensadores humanistas en esos países, la ocupación se preocupó más por los intereses de los dominadores que en la creación de bases estructuradas para las naciones emergentes. No obstante, los pueblos conquistados mantienen bajo la superficie de la cultura impuesta, una herencia cultural censurada, y sin embargo latente; es decir: los gérmenes de la relación dominador-dominado definitivamente dejaron secuelas cuyas huellas están presentes en el subconsciente colectivo.
Hoy en día la disparidad y problemática en temas de cultura, lengua, política, administración pública, seguridad, educación, salud, etc., en los países de la CCE demuestran que países con una identidad nacional mucho más añeja no tienen todas las respuestas, lo que indica que los problemas de convivencia no tienen nada que ver con la antigüedad de las naciones, sino con la naturaleza humana.
Los nuevos inmigrantes
La innegable experiencia histórica de que las invasiones son violentas, por su carácter depredador, se asimila, sobre todo por las derechas políticas, a la aparición de los nuevos nómadas, es decir a los modernos inmigrantes, que, en su proceder sólo buscan lo mismo que el hombre desde el Paleolítico: un lugar estable donde poder subsistir. El concepto de migración sin embargo se liga, aún tácitamente, al de invasión.
Es importante señalar que un individuo solo no representa un peligro, a menos que sea un dragón que lanza llamas. Los peligros individuales, como Goliat atacando al pueblo de Israel, o un loco que comete un acto terrorista con una bomba, siempre implican que hay un grupo, detrás de él, instrumentando esas acciones. Pensemos en, para ilustrar nuestro análisis, los actuales actos violentos de protesta de algunos grupos independentistas catalanes que se señalan, tendenciosamente, como un acto planeado y organizado por supuestos “líderes” de todos los inconformes con los eventos del llamado proceso soberanista de Cataluña.
O bien, pongamos en mente a un extranjero en una pequeña población no turística que llama la atención por su otredad, pero no es alarmante, o cómo produce el mismo efecto un visitante de un medio urbano en una población rural y viceversa. El temor que guarda la memoria histórica surge cuando los “invasores” son un grupo, desde una banda de gitanos, sospechosos de ser capaces de entrar a las casas a robar cosas materiales o a los niños, hasta los turistas borrachos que turban la paz y afectan la propiedad pública y privada; lo mismo ocurre con la fuerte inmigración que ha producido el crecimiento de la industria y las empresas en la ciudad de Querétaro, que no deja de levantar comentarios tristes de parte de los habitantes arraigados.
Otro caso es la invasión grupal que se sufre estoicamente con los turistas y visitantes esporádicos. Desde los vecinos de Coyoacán que ven sus calles abarrotadas los fines de semana, o la población de la ciudad de Guanajuato durante el festival Cervantino, hasta los habitantes de ciudades de permanente flujo turístico como París o Barcelona. Pero en estos casos los turistas son sólo invasores temporales, a los que se les imponen precios, condiciones y otros factores que benefician a los que ofrecen los servicios. Desde el camino a Santiago en la Edad Media hasta el moderno consorcio del turismo estos invasores son aceptados por dos factores, su estancia pasajera y su aportación económica. Un grupo de chinos que visita la ciudad gastando dinero y sacando fotografías es molesto, pero bienvenido; la cosa cambia si el grupo se establece y empieza a poner tiendas y restaurantes en el barrio compitiendo con los negocios locales. Vemos aquí que la migración o mejor dicho la inmigración se ve como una amenaza cuando se efectúa por grupos numerosos, con carácter de permanencia y cuando aparentemente no aporta beneficios o crea competencia.
La tierra es de quien la trabaja.
Como hemos visto la migración ante los nacionalismos se pinta con colores de amenaza y se ve a los extranjeros como un problema. Ligada a conceptos de invasión y despojo, la aparición de inmigrantes que buscan trabajar y establecerse en otro país se lee como un desplazamiento de los locales de sus fuentes de trabajo, lugares de vivienda, y servicios médicos. Sin embargo, las estadísticas apuntan que la inmigración ha hecho crecer las economías del Reino Unido, Francia, Australia, Canadá, EE.UU. y España, ya que los inmigrantes no buscan un estado paternalista, sino una oportunidad de construirse económicamente, y saben que la manera de lograrlo es integrándose a los sistemas del país al que se emigra.
Ante ello, comparto dos anécdotas breves de la vida real:
- Una empleada boliviana de una panadería y café de una franquicia en Barcelona, que da oportunidad a los inmigrantes a integrarse a su equipo de trabajo, contesta al saludo de un cliente: “Aquí, trabajando para que el país avance”.
Definitivamente la mayoría de los migrantes van escapando de una situación económica insostenible en su lugar de origen, pero eso no quiere decir que sea gente incapacitada para desempeñarse laboralmente. Por ello, nos parece inquietante la mirada paternalista y empática del gobierno de México ante la situación ilegal de los inmigrantes en EE. UU., pues sólo quiere desviar la mirada de la imposibilidad de mejora que tienen sus nacionales en su propio territorio, a saber, de mejores oportunidades de vida. No ignoremos que habitualmente un inmigrante trabaja para el país donde se establece y que su ganancia se refleja en la economía de ese territorio. La broma de la dependienta tiene un fondo de verdad, si el país de acogida avanza, ella se ve beneficiada; la manera de construir una nación es a través del trabajo, físico o intelectual de sus habitantes, sean nativos o no.
- Una reciente noticia en la televisión española muestra a un joven en Madrid agrediendo físicamente a una mujer latinoamericana en un bús urbano. Entre otras imprecaciones verbales que hace, le dice: “Vete a tu puto país”.
El agresor de la mujer en el autobús probablemente no trabaja (dada la edad que proyecta), su comportamiento evidencia su falta de educación y de principios e insta a la mujer a volver a su país. Es evidente que la mujer es una empleada que contribuye con su trabajo y sus impuestos a la economía del país. La tasa de desempleo en España ronda alrededor del 14%, a diferencia de Francia con un 8% y México con un 3%. La estadística no es de sorprenderse teniendo en cuenta que esos países europeos tienen un sistema de paro en que el estado se hace cargo del desempleado; en contraste, en México quedarse sin trabajo implica quedarse sin ingresos. La mayoría de los inmigrantes que buscan oportunidades en un país más fuerte es gente que está acostumbrada a esforzarse para conseguir a veces cosas elementales para la subsistencia; por lo mismo han desarrollado habilidades creativas y de organización. Para un inmigrante de países pobres, a diferencia de algunos que gozan de un seguro de paro, cualquier trabajo es aceptable si le da estabilidad, por lo que son formales cuando tienen un empleo que cumple este objetivo.
Un extranjero al que se le permite trabajar contribuye al crecimiento de ese país, por lo que técnicamente deja de serlo; parte de la población que trabaja y con sus impuestos contribuye para mantener a la gente que se declara en paro, en espera de un empleo mejor. No obstante, para muchos nacionalistas de derecha pareciera que los inmigrantes que trabajan en su país son sólo una carga, sin tomar en cuenta no sólo su contribución a la economía del país, sino otros aspectos como el incremento de población en países de baja natalidad, el enriquecimiento cultural popular y las contribuciones artísticas, científicas y tecnológicas que lleva la fuga de cerebros.
Dado este escenario, el llamado “trabajo en negro” que afecta la recaudación de impuestos no es un fenómeno exclusivo de los inmigrantes; su incidencia es más notoria por un lado porque la contratación de un servicio con las prestaciones obligadas por la ley afecta económicamente al empleador ya que existen nacionales que tampoco declaran ingresos, si pueden tener una entrada “en negro”. Es lógico que un país quiera asegurarse que la gente que pretende tener una residencia en su territorio no signifique una carga para el Estado, pero el sistema administrativo de los países de acogida parece no darse abasto con el tema de legalización de inmigrantes y muchos de ellos optan por quedarse sin papeles. Esto no implica que un país tenga la obligación de recibir a un inmigrante, pero habría que considerar que una modificación a fondo de los criterios en los asuntos de extranjería podría aligerar las trabas burocráticas y normalizar la situación de aquellos que, ya legalmente incorporados, cumplirían con sus obligaciones hacendarias.
Las fronteras en el lenguaje
La exigencia del lenguaje políticamente correcto es una de las excusas de la época actual para culpar al léxico de las injusticias sociales; es por ello por lo que se vuelve una maravillosa herramienta demagógica para los políticos. El problema no es el lenguaje, sino el uso y la interpretación que de él se hace. Cuando a alguien “le suena” que minusválido quiere decir “alguien con menos valor”, se le olvida ir a la raíz latina validus que significa “fuerte”, por lo que la palabra se refiere originalmente a una persona con menos fuerza. Decirles a los pueblos indígenas: “pueblos originarios”, es simplemente usar un sinónimo con el que se pretende dar dignidad a estas comunidades sin que la en la práctica se mejore la situación desventajosa en que se encuentran, como tampoco decir que alguien tiene “capacidades diferentes” resuelve los graves problemas de una persona que depende, por ejemplo, de una silla de ruedas.
La confusión de los primeros españoles de haber llamado indios a los habitantes de América no implicaba un insulto; es el uso despectivo, en sentido discriminatorio, que se ha hecho desde entonces y hasta nuestros días, para descalificar a una persona por una característica racial lo que crea rechazo. No es cosa nueva usar el lenguaje para degradar a un presunto enemigo, sobre todo si pertenece a un grupo social o nacional ajeno. El uso de adjetivos como: gringo, gabacho, gachupín, sudaca, chilango, indio, judío, nigger, etc., marca en su origen una frontera de desprecio hacia el otro por la sencilla razón de no pertenecer a nuestro grupo de identidad regional o nacional.
Consideremos que en todas las culturas se han hecho chistes denigratorios con representantes de otras naciones como protagonistas, para hacerlos motivo de burla (en México de los norteamericanos o los españoles, en Francia sobre los belgas, en Polonia sobre los rusos, etc.). El lenguaje se vuelve una herramienta para marcar diferencias, para señalar rivalidades, para vengar afrentas. Lo diplomáticamente correcto será ir borrando esos resabios de enemistades históricas no simplemente censurar, sin criterios válidos, el lenguaje.
A través del muro
En mi experiencia, y en mi calidad de inmigrante temporal como estudiante, en una ciudad eminentemente cosmopolita como es Barcelona, descubro que la mejor manera de vivir el ser extranjero es darme cuenta de que no soy el único. Fuera del gran fenómeno turístico internacional de esta ciudad, está la sorprendente y variopinta cantidad de inmigrantes. Los hay de otras ciudades de Cataluña o de otras regiones de España, de otros países europeos, de otros continentes. Los hay establecidos legalmente o no, de permanencia temporal o fija, de diferentes condiciones socio-económicas, de diferentes razas y diferentes lenguas, de todas las edades. Encuentras, en unas cuantas calles y uno junto a otro, restaurantes mexicanos, coreanos, argentinos, japoneses, portugueses, gallegos, árabes, etc. La multiculturalidad de algún modo homogeiniza en cuanto a derechos y libertades a los habitantes de una ciudad cosmopolita.
No sé si la tolerancia de los catalanes fomenta la mezcla de identidades; tal vez sea el florecimiento de esta mezcla lo que propicia la tolerancia. Ser extranjero en Barcelona es fácil, porque subiéndote al metro, entrando al supermercado, caminando por la calle, asistiendo a una clase, se diluyen las fronteras. Esto no implica una pérdida de identidades, cosa que se manifiesta en la variedad no sólo de lenguas, sino de acentos regionales tanto entre castellano como catalano-hablantes. No estoy planteando una utopía, esta ciudad tiene sus problemas, pero creo que todos estos migrantes nacionales o internacionales, muestran que la migración es buena en ambos sentidos.
Así, a treinta años de una sorprendente e inesperada declaración, el muro de Berlín -que había costado la vida a tanta gente que se había aventurado a migrar de una a otra parte de la ciudad- dejó de separar las dos Alemanias. Tal vez un día nuestra evolución como humanos nos lleve a la gran sorpresa de que el mundo, como la luna sea de todos y de nadie
Juan Pablo Sandoval
Barcelona 14 de noviembre 2019